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[LAS FLORES DE TCHAIKOVSKY]
En esta ocasión presentamos el texto “Las flores de Tchaikovsky” de Karen Chávez. A la manera de una danza de ballet su propuesta crea un continuo de armonía a través de una prosa poética que se despliega de manera cuidadosa y rítmica. El texto es un retrato íntimo de la fragilidad, lá perdida y el…
Karen Chávez León
Un vals
y un espejo
redondo, chico, en el piso
Si viviera una vez más, pediría ser una bailarina de los cuadros de Degas. Tenía un cuaderno con los pasos y figuras de las posturas de ballet a lápiz, y la obra de Giselle resumida con mi puño y letra. El muchacho que tanto me gustaba me pidió mis apuntes y se burló de la danza clásica cuando los vio. Seguro que esculcó en mi cuaderno porque yo le gustaba también. Nos gustábamos mucho, es verdad, y los dos éramos muy tontos, y él me parecía tan guapo, y yo me sentía tan fea a veces. Pero nos gustamos durante un largo lapso.
Enterré durante años el trauma de su burla. Me hirió inmensamente. Abandoné el ballet. Escondí mis zapatillas. Cuando enfrenté el pasado, quise volver a bailar, pero había una pandemia mundial y después no me alcanzó la plata para ese lujo. Pero bailo en la sala con mucha pasión. Sí, si fuera joven de nuevo, quisiera ser una bailarina de los cuadros de Degas. ¿Habrán ellas amado bailar? Un día intenté impresionarlo; quería que supiera que ya no era una niña boba que le gustaban esas ridiculeces. Bebí mucho, tanto que perdí el conocimiento y la dignidad también. No era perceptible a mis ojos, pero estaba desbaratada por dentro. Mucho. Lastimé a mis padres, decepcioné a mi familia, incluso a él. Pese a todo, se preocupó por mí y me escribió para saber cómo estaba e invitarme a salir. Solamente lo vi una vez más cerca de su calle, paseando a su perro, mientras yo caminaba con mi padre. Nos sonreímos quedamente y agachamos la mirada. Su burla no duró ni cinco minutos, por supuesto.
—¿Ballet? Ja —dijo con un gesto de desaprobación frente a todos. Y la verdad es que a nadie le importaba; él era el único que no congeniaba con Terpsícore. Hojeaba mi cuaderno y su sonrisa burlona se estrellaba ante mis ojos humillados. Evidenciaba su ignorancia sobre las bellas artes. A él le gustaba el rap, tenía un hermano mayor drogadicto que era mala influencia, pero él lo admiraba tanto. Nunca había conocido a alguien más inteligente para nuestra edad. Ambos éramos listos en la escuela, pero muy estúpidos en la vida. Sin embargo, orgullosos en el fondo, y nos sentíamos un paso delante de los demás, creo. Solía tartamudear cuando me hablaba y andaba en patineta junto a los amigos del hermano. Hasta llegamos a tener una foto juntos en la que me abrazó. Lo recordé como un día especial; ya no.
Rompí esa foto en algún momento de mi vida, tras enfrentar el pasado y dejarlo atrás. En realidad, lucíamos lindos, sonreíamos, hasta podría decirse que hacíamos buena pareja. Superficialmente, claro; éramos unos mocosos inmaduros tan solo. La magnitud del daño que me causó su desaprobación por el ballet no la dimensioné sino tras años de patrones dañinos en mi conducta que me destruyeron el espíritu y me impedían la libertad. No lo culpo, no, jamás. Todo fue cosa mía. Pero por mucho tiempo intenté ser una persona que odiaba la danza y el color rosa. ¡De cuánto me perdí! Si tengo una hija, me gustaría que baile. No quiero ser una madre frustrada que impone sus sueños frustrados a su descendencia, pero bailaré con ella en la sala y nos confeccionaré tutús mientras a ella le guste jugar conmigo. Pero, sobre todo, le enseñaré a amarse a sí misma y defender sus convicciones, pues es algo que yo aprendí bastante tarde. Y colgaré pequeñas réplicas de los cuadros de Degas en su cuarto.
[Termina “El vals de las flores”, comienza “Para Elisa”]
Un cuarto
con un ventanal
y cuatro paredes rosa pastel
una planta enredadera en una esquina
y la puerta.
Demi plié… demi plié… demi plié. Un chongo y unas mallas. La barra. No, no es que fuera etérea ni larguirucha. Al contrario. Pero tenía unos brazos largos, estilizados, que marcaban hermosos las posiciones, como nadie. Me lo decía todo el tiempo la maestra Vane. Ella, en cambio, era hermosa, blanca, delgada y fina en el trato. ¡Qué hermosos brazos tenía! Mi segunda, cuarta y quinta posiciones eran bellas, y sobre todo… nostálgicas, aguerridas. Sí, puedes ser una gran bailarina con esos brazos, se entusiasmaba la profesora. Y yo creía que sí.
Dos espejos largos que muestran las tesituras en la anatomía. Las muecas insípidas, o trágicas. Un poco de dolor en los ligamentos y en el pecho. Rond de jambe, rond de jambe, rond de jambe. Los matices del alma en color lila. Pero juro que me parecía la chica más increíble que hubiera visto, con esas playeras y mechones en su pelo. Alta y siempre con la respuesta adecuada. Yo, con mi pashmina rosa, rosa brillante, chillón, y una sonrisa que me abarcaba la cara. ¿Por qué yo? No lo sé. Pero la sentimos. Eso. La chispita de la amistad. Ella sentada en la otra mesa hablando con todos y yo tan callada en la otra frente al chico de la patineta que me gustaba, viéndonos. Todos querían ser sus amigos. Pero me eligió a mí, y todas me envidiaron. Me aterraban las malas palabras y esas pláticas de adolescentes que se creen mayores, me moría de miedo, y ella tan serena. Yo, callada, callada. Ella decía de las grandes. (“Bobo”, “tonto”, me llamaba a cada rato.) Y sin valor. Relevé… relevé… relevé…
Sentirme querida por ella fue el sentido de mi vida por más tiempo del que debió ser. Incluso cuando dejó de quererme. No volvió a contestar ni a llegar a nuestros encuentros. En su primer cumpleaños como amigas le regalé un pastel muy grande que compró mi mamá, y ella lo destruyó con sus amigos, aventándoselo. Me asombró y parecía divertido. Me reí, fingidamente. En el fondo me sentí muy triste, aunque no lo dije, ni lloré, ni nada. Escondí el dolor.
En su último cumpleaños como amigas, le había comprado diez panqués de chocoplátano y sus velitas. Y la esperé. La esperé en la banca de siempre, y no llegó. Y le llamé y le escribí. Pero no, no llegó. Y ahí. Ahí. Mi corazón se rompió. Como nunca. Pas couru, pas couru, pas couru… Y no le dije a nadie de su ausencia, hice como si fuera todavía mi amiga. “No te juntes con ella”, me decían mis viejas amigas. “Están celosas”, me decía ella. Y sí. Las dos cosas. Poco a poco, deshacerme del rosa y de mis vestidos floreados fue mi obsesión. Acaparé playeras como ella y una mochila, como ella, en vez de mi bolsa, como yo. Ella fumaba, fumaba mucho. Y cuánto me asustaba. Pero fingí que lo hacía. Attitude… attitude… attitude… Envidiaba su coraje, y que a todos caía bien. Sí, ¡la envidiaba! Arabesque… arabesque… arabesque… Y me abandoné. Para que ella me quisiera. Y al rosa. También. Grand jeté… grand jeté… grand jeté…
Los espejos que contemplan.
La danza.
Y la furia del pasado oscuro.
Pirouette… Pirouette… Pirouette… Pirouette, Pirouette, Pirouette, Pirouette, Pirouette,
Pirouette, Pirouette, Pirouette, Pirouette, Pirouette, Pirouette, Pirouette, Pirouette,
Pirouette, Pirouette, Pirouette, Pirouette, Pirouette, Pirouette, Pirouette, Pirouette,
Pirouette, Pirouette, Pirouette, Pirouette, Pirouette, Pirouette, Pirouette, Pirouette (…)
Lágrimas.
En este momento.
[se termina “Para Elisa” de Beethoven]
Se apagan las luces.
Se cierra el telón.
Sin aplausos.
Silencio.
La sala.
Karen Chávez León
Es historiadora y poetastra, ha vivido rodeada de un entorno lacustre y popular que le apasiona retratar a través de las letras. Aficionada de la vida cotidiana y el costumbrismo
contempla cómo todo alrededor es una historia. “Las pequeñas cosas y lo sencillo quedan
para siempre registrados en el libro de nuestras vidas.”
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